¿Cuántas veces al día nos enredamos en discusiones innecesarias, nos frustramos por detalles sin importancia o dejamos que un pequeño inconveniente nos arruine la jornada? Vivimos inmersos en un torbellino de pequeñas molestias que, si las observamos con detenimiento, tienen muy poco peso real en nuestras vidas. Y sin embargo, les damos un protagonismo inmenso.
Nos complicamos la vida con tonterías: una palabra mal dicha, un mensaje que no llega, un gesto malinterpretado, el tráfico, la fila del supermercado, la lluvia que nos desacomoda los planes. Reaccionamos como si el mundo se viniera abajo, como si cada uno de esos momentos fuera una tragedia. Y mientras tanto, la vida —la de verdad— sigue pasando.
¿Por qué no cambiamos el enfoque? ¿Por qué no usamos esa energía que desperdiciamos en las nimiedades para ver las posibilidades que tenemos a nuestro alcance para vivir mejor, para hacer del día algo más amable y, de paso, mejorar también la vida de quienes nos rodean?
Tenemos muchas más oportunidades de las que creemos para hacer la vida más agradable. Están en lo simple: una conversación sin prisas, una caminata, un café compartido, un “cómo estás” dicho con atención, un momento para nosotros mismos sin culpa. Están también en la generosidad, en darnos sin esperar nada a cambio, en hacer el bien sin anuncios ni medallas.
Lo que necesitamos, quizá, es detenernos un poco y mirar con más perspectiva. Aprender a soltar lo que no importa, dejar de darle tanta vuelta a lo que no tiene solución o no tiene sentido, y abrazar lo que sí: los amigos, el presente, la paz, la risa, la calma.
Complicarse menos es un arte, pero también una decisión. Es elegir conscientemente dónde ponemos nuestra atención y nuestras emociones. Y es, sobre todo, un acto de libertad.
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